¿Regresa el fraude patriótico?

CIUDAD DE MÈXICO (proceso).- La democracia es exigente. Sólo funciona a plenitud en condiciones difíciles de alcanzar: ciudadanía madura y refractaria a fanatismos, medios veraces y críticos, altos estándares de educación y bajos niveles de desigualdad. A ello se refería Churchill cuando la catalogó como el peor sistema que existe con excepción de los demás que se han inventado. Con todo, la precariedad democrática, la que suele darse en sociedades que incumplen esos requisitos, es preferible a la autocracia más refinada.

El problema con las posturas fundamentalistas es que dificultan la transición pacífica del poder. Polarizan, cierran la puerta a la pluralidad, socavan el reconocimiento de la legitimidad del contrincante, invocan encono y crispación. La democracia se descompone cuando un partido o movimiento deslegitima a los demás y se arroga la exclusividad de la representación popular. Si se proclama que el triunfo de la oposición haría que la nación misma dejara de existir, si la descalificación del otro llega al extremo de tacharlo de vendepatrias, de ilegítimo y en consecuencia de inelegible, se atenta contra la posibilidad de la alternancia.

AMLO: el desvanecimiento del Estado

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- El populismo no es estatista. Ni siquiera los adalides de izquierda procuran reforzar al Estado, porque eso significaría acotarse a sí mismos: las instituciones presuponen normas, tienen cauces, imponen límites. El líder populista obtiene su fuerza de la vinculación directa con la gente y por ello recela de todo tipo de intermediación. Ve las estructuras estatales, en particular las que no puede manejar a su antojo, como un obstáculo a su liderazgo. Su apelación a la democracia participativa es el reflejo de su aversión a la existencia de otros representantes políticos, al fin y al cabo intermediarios. No es que rechace la representatividad, es que desea detentar su monopolio. De ahí su predilección por el gobierno plebiscitario: mientras él posea la exclusividad de la interpretación, en tanto sea el exégeta de la voluntad popular, optará por preguntarle a los gobernados qué debe hacer. En tal circunstancia, la respuesta será siempre la que él quiere.

Para el populismo, pues, el Estado es en buena medida un estorbo. Si desconfía del aparato burocrático del Ejecutivo, especialmente ahí donde hay servicio civil de carrera, con más razón ve al Legislativo como un rival que le resta representación y al Judicial como un impostor que pretende contrapesarlo. El gobernante populista se proclama conductor de una gesta histórica, que enfrenta intereses muy poderosos y exige ampliar su discrecionalidad. Es él y nadie más quien representa a la población, que es la que manda y sabe. No debe extrañarnos que además de acaparar el poder pretenda validar la información y a veces hasta el conocimiento. Las élites son el enemigo (su aliado contra el elitismo suelen ser las redes sociales). Las cúpulas representan al establishment, al statu quo, y engañan al ciudadano de a pie. Solo él posee la verdad, porque solo él entiende al pueblo.

AMLO y la fractura identitaria

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- El indigenismo no lo inventaron los indígenas. Con toda razón, David Brading señala en Los orígenes del nacionalismo mexicano que, en respuesta a la denigración que científicos europeos hacían de América, Clavijero y los patriotas criollos del XVIII novohispano expropiaron el pasado prehispánico. Y es que en sus textos reivindicatorios se apropiaron de la única grandeza americana de la que Europa no podía reclamar la paternidad: las civilizaciones originarias (que son originarias, por cierto, si rechazamos la hipótesis de que estas tierras fueron pobladas por migraciones asiáticas que llegaron por el estrecho de Behring, pues de lo contrario también serían inmigrantes). Tiempo después, ya en el siglo XIX, el porfirismo reeditó esa reivindicación, aunque en los hechos su tesis podría resumirse en la desgarradora frase con la que la describo en mi libro Mexicanidad y esquizofrenia: “que viva el indio muerto y que muera el indio vivo”. Tal monstruosidad fue combatida a principios del siglo XX por Manuel Gamio, quien logró que el gobierno no se limitara a exaltar al “indio muerto” y mejorara la vida del “indio vivo”. Se sentaron, así, las bases indigenistas del México posrevolucionario.

En 1970 se publicó De eso que llaman antropología mexicana, obra seminal con la que un grupo de antropólogos fundó el multiculturalismo. Contra la idea de que la nación mexicana era mestiza por antonomasia –que había alcanzado el consenso en México tras ser esgrimida por pensadores tan diversos como Pimentel, Riva Palacio, Sierra, Molina Enríquez, Gamio y Vasconcelos–, Warman, Bonfil et al sustituyeron el objetivo de integrar a los indígenas al desarrollo nacional por el de respetar su derecho a vivir conforme a sus culturas y tradiciones. La corriente multiculturalista se volvió hegemónica en la academia y llegó a plasmarse en la Constitución; a juicio mío tuvo, en su versión extrema, excesos contraproducentes, porque llevó a equiparar mestizaje y etnocidio, a propiciar el aislamiento étnico y a soslayar la propuesta gamiana de que se conservaran las culturas autóctonas pero que sus depositarios adoptaran la ciencia y la tecnología occidentales que les dieran acceso a mejores servicios de salud y en general a un mayor bienestar.

¿El indispensable?

 

CIUDAD DE MÉXICO (apro).– La antigua tradición política mexicana conocida como “tapadismo” no ha cambiado tanto como se cree. Cierto, antes se hacían conjeturas y vaticinios sobre el político –uno solo– que el presidente escogería como su sucesor, mientras que ahora las disquisiciones llevan a pronosticar varias candidaturas a la Presidencia de la República, las de los diferentes partidos o alianzas, pues desde el año 2000 ningún presidente –ni Zedillo ni Fox ni Calderón ni Peña– ha podido entregar la silla del águila a su delfín. Pero Andrés Manuel López Obrador ha terminado de restaurar el presidencialismo a ultranza y Morena no está muy lejos de convertirse en partido hegemónico (de hecho, como ocurrió con el PRI en la recta finisecular, ya se prevén desprendimientos del actual partido oficial para nutrir de presidenciables a la oposición), y por ello el grueso de las apuestas se concentra en su futuro(a) candidato(a).

Sin proyecto justiciero tampoco ganan

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El 2024 ya está aquí. Domina la imaginería del inefable círculo rojo, que vislumbra y discurre escenarios de la elección del próximo presidente de la República. Es difícil encontrar algo que diga o haga Andrés Manuel López Obrador, sus colaboradores y adeptos o la dirigencia de Morena que no contenga un cálculo de cara a la sucesión presidencial, y algo similar puede decirse de la oposición partidaria y empresarial a AMLO, que prácticamente no da un paso sin tener en mente el objetivo de derrotarlo. Estrategias, tácticas y sobre todo nombres se barajan de uno y otro lado. Con una diferencia: del lado oficialista casi todo está definido y por ello la dosis de incertidumbre es mínima, mientras que del lado opositor persisten bastantes incógnitas.

AMLO tiene una hoja de ruta que trazó hace años y que ha sostenido contra viento y pandemia. Y es que lo que él llama perseverancia es, en realidad, obcecación e inflexibilidad. Pese a crisis y contingencias sigue por ese camino, sin modificar un ápice la trayectoria. Por eso aún está en el lugar de siempre –diría el clásico de Ciudad Juárez–, en la misma ciudad y con la misma gente. El plan de navegación de las oposiciones, en cambio, no está tan claro. No se ha confirmado qué partidos contenderían solos y cuáles, en su caso, formarían una alianza. Menos se sabe quiénes serían los precandidatos. Y el proyecto de nación que presentarían al electorado para competir con la 4T es, por lo menos para mí, un misterio. Si bien en la condena a la restauración autoritaria y la defensa de los equilibrios democráticos sobran coincidencias discursivas entre los potenciales aliados, en los ámbitos de política económica y política social no se vislumbran propuestas alternativas. Porque dentro del espectro opositor, contra lo que pregona AMLO, coexiste una considerable diversidad ideológica. Cierto, hay algunos que confirman el estereotipo de las mañaneras: repudian cualquier subsidio redistributivo, en vez de forjar un Welfare State quieren regresar al Estado guardián, defienden el trickle-down economics con sus privilegios fiscales a las grandes empresas y a los más ricos (lo contrario, dicho sea de paso, forma parte del repertorio retórico obradorista, aunque en los hechos está muy lejos de concretarse). Pero también hay democristianos, liberales (sin el “neo”) y socialdemócratas por convicción y conocimiento de causa o por simple (y certera) intuición.

Contra el neo Maximato, manos limpias

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Al soltar los primeros nombres desde su trono mañanero, el presidente López Obrador inició formalmente la carrera por la candidatura presidencial de Morena. Su incondicional número uno, la jefa de gobierno, sigue siendo favorita, pero la debacle en CDMX la debilitó y obligó a AMLO a meter varios caballos negros al arrancadero. Todo indica, además, que dejará correr al “condicional” puntero, el canciller, para no perder al funcionario más eficaz de su equipo. Sabe que quedó lisiado por el golpe del peritaje sobre la Línea 12 del Metro –que dictaminó vicios de construcción como causa de la tragedia– y que en esas condiciones no podrá ganar ni contender por otra cuadra.

No es ese, sin embargo, el tema que me ocupa esta vez. Me limitaré a advertir que, adepto como es a las anécdotas de Ruiz Cortines, AMLO actuará con socarronería: hará fintas, probará lealtades, gambeteará con diversos nombres. En lo que no habrá engañifas es en su determinación de irse con todo contra sus adversarios de cara al 2024. Y es que, si bien el pasado 6 de junio el electorado diversificó su voto con tal complejidad que, salvo los que perdieron el registro, todos los partidos se pueden considerar ganadores según la faceta de los resultados que se privilegie, el hecho es que contra todos los pronósticos prevaleció la narrativa de triunfo de los opositores y no la de AMLO. Por eso el presidente está tan enojado y por eso ha redoblado sus catilinarias, lanzando un alud de insultos mal disfrazados de sarcasmos a “los conservadores”. Su escarnio sería penoso –nada es más grotesco que una ironía fallida– si no fuera preocupante. Echará sobre ellos “todo el peso del Águila”.

Quince lecciones de las elecciones

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- 1) Nadie ganó ni perdió todo, pero Morena y sus aliados perdieron más. Aunque mantuvieron la mayoría absoluta en la Cámara, que es la que requieren para aprobar el presupuesto (prioritario para el presidente López Obrador), ya no tendrán la mayoría calificada y no podrán modificar la Constitución sin los votos de algunos “conservadores”. Y es que la coalición Va por México no ganó la disputa presupuestal pero aumentó su número de legisladores. Si bien AMLO llegó a las intermedias con más del 50% de aprobación –a pesar de la pandemia– y obtuvo para su movimiento más gubernaturas de las que esperaba –11 de 15, probablemente 12 si dejan de simular y confiesan el apoyo vergonzante a la candidatura del PVEM en San Luis Potosí– y con ellas el control territorial de medio país de cara a 2024 (lo que les dará acceso a más dinero para operación electoral), sufrió una estrepitosa derrota en las alcaldías de su bastión, la capital del país (perdió la mitad).

2) Con todo, la merma a la 4T –el haberse quedado abajo de las dos terceras partes de las diputaciones– es muy significativa. Entre otras cosas, implica que a AMLO le será difícil cumplir algunas de sus amenazas, como la de desaparecer al INE: tendrá que cooptar a un buen número de diputados (priistas, anticipó él mismo con reveladora especificidad en la mañanera del martes pasado, como si quisiera darnos la razón a quienes advertimos que fue un error de los aliancistas opositores incluir en sus filas a un partido “cooptable” con un dirigente encantado de aceptar el “diálogo” con el presidente a la menor provocación). Habrá que ver, pues, si la alianza parlamentaria resiste el embate, pero la alianza electoral, pese a deficiencias, funcionó.

El mito del tirano honrado

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La popularidad del presidente López Obrador está cimentada en la emotividad, no en la racionalidad. Pero la construcción de su narrativa, por más que emane de su proverbial instinto, tiene una base racional. Algo así como “encabezo una batalla épica por la transformación de México, enfrento intereses portentosos, me levanto muy temprano todos los días para enfrentar a la mafia del poder político y económico que me quiere aplastar porque no les permito que sigan robando al pueblo, ergo, no me pueden someter a un examen sumario por la ausencia de resultados concretos plasmada en números fríos, que por lo demás contrarresto con mis otros datos”. ¿Cómo evaluar el combate de Heracles/Hércules contra la Hidra? Con calificación al esfuerzo.

AMLO apela a un segundo atenuante. Su eje discursivo es su transversal gesta heroica contra la corrupción, un fenómeno muy difícil de medir objetivamente (no en balde Transparencia Internacional hace su lista de países menos o más corruptos a partir de la percepción). Y si en algo él es diestro es en moldear la percepción de su base social. La corrupción, además, tiene diversas vertientes. Una de ellas es la que se da en la cúpula del gobierno (el enriquecimiento ilícito de funcionarios, que ha prevalecido en la cosa pública mexicana durante décadas, si no es que siglos) y otra la que existe en la burocracia (la del cohecho rutinario). AMLO limita sus esfuerzos propagandísticos a la primera que, pese a distar mucho de ser erradicada, su grey ve como cosa del pasado gracias a su imagen de hombre austero e incorruptible. La pobreza franciscana, se pregona, es altamente contagiosa.

El monopolio de la moralidad

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- La democracia no funciona sin demócratas. En buena tesis, un sistema democrático con leyes, instituciones e incentivos correctos los cultivaría, pero el arranque es harto difícil: ¿cómo hacer una democracia sin contar antes con demócratas? Detengámonos en este punto a precisar conceptos. Para tener credenciales democráticas requerimos por lo menos dos creencias: 1) nadie tiene el monopolio de la moralidad; nuestros adversarios tienen el mismo derecho a llegar al poder que nosotros y, dado el voto mayoritario, la misma legitimidad para ejercerlo; 2) somos falibles y, aunque estemos convencidos de que nuestro proyecto es el mejor, podemos equivocarnos en la forma de realizarlo. Se trata de requisitos contraintuitivos cuyo cumplimiento presupone una racionalización que produzca liderazgos con dosis mínimas de objetividad y de humildad, sin los cuales una democracia es disfuncional.

El demócrata es rara avis. Un político, por definición, está convencido de tener la mejor propuesta y suele tener un ego muy robusto. En el extremo están quienes juzgan que su ruta es la única válida y despliegan una egolatría de dimensiones bíblicas. Son los que construyen gobiernos autoritarios o, peor aún, autocracias de rasgos monárquicos. La premisa de la monarquía absolutista era el derecho divino del rey para mandar sin más límite que su propio juicio; el Estado era él, y su voluntad era la de sus súbditos. El autócrata es para efectos prácticos uno de esos monarcas pues, si bien su autoridad no emana del linaje sino de la popularidad, se asume soberano: la soberanía emana del pueblo, pero al pueblo lo interpreta él. El pueblo es él.

El pasado está por llegar

Recordemos el magnicidio de Colosio 27 años después; una sociedad de memoria corta es una sociedad de transiciones largas.

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Aunque cada presidente ha presentado el suyo, sólo un puñado de proyectos de nación se distingue de los demás. El que esgrime Andrés Manuel López Obrador es uno de ellos. En contraposición a la narrativa aspiracional del “periodo neoliberal” –un México moderno, primermundista, que en cierto modo evocó al alemanismo–, AMLO propone que México sea no lo que puede ser sino lo que ha sido: un país tradicional, bucólico, alejado de arquetipos extranjeros. Su consigna es detener la modernización, que sólo beneficia a una minoría privilegiada, e invocar el regreso del excepcionalismo mexicano.