La ilusión

Ciudad de México (Proceso).– Nuestras lenguas, que a fuerza de flexionarse oscurecieron las raíces de las palabras donde, decía Isidoro de Sevilla, se encuentra el significado, se han vuelto confusas. La verborrea mediática las ha oscurecido más. Donde mejor puede verse es en la política, sobre todo en las palabras “esperanza” y “democracia” que, de manera prematura, han vuelto a ponerse de moda con el tema electoral. Como siempre, se tiene esperanza en que la democracia, que tiende a reducirse a las elecciones, cambiará el estado de cosas en el que nos encontramos. De hecho, uno de los eslóganes con el que López Obrador llegó al poder fue: “Morena, la esperanza de México”. En cada periodo electoral, una esperanza semejante se repite: “Los que vengan cambiarán todo; serán mejores”.

El problema, sin embargo, es que la esperanza se ha confundido con la ilusión. La primera significa “la certeza de que un acontecimiento dichoso sucederá”. Cuenta con hechos repetidos en el tiempo. Por ejemplo, la esperanza de una mujer que “espera un hijo”. Sería una rareza que ese acontecimiento no llegara a realizarse. La ilusión, en cambio, es el “engaño”, la creencia de que algo que nunca o casi nunca ha sucedido sucederá.

La narrativa del poder

En el libro de los Proverbios hay una afirmación que como poeta siempre me ha asombrado por lo que revela de la palabra, lo más propio del ser humano: “La vida y la muerte están en poder de la lengua, del uso que de ella hagas tal será el fruto”. La palabra, a la vez que puede sanar, formar, iluminar, hacer crecer, puede también destruir: una palabra con intención de dañar tiene la capacidad, decía Georges Steiner, de “destrozar una identidad humana con mayor rapidez que el hambre”: es un crimen que prefigura la muerte. La palabra puede también servir para borrar franjas enteras de la realidad. En la era mediática no hay mentira que no sea capaz de presentarse como verdad ni violencia, por más espantosa que sea, que no encuentre justificación en la palabra. El poder es maestro de ambos usos negativos de ella. Los insultos, las descalificaciones, la incitación al odio, con la que todas las mañanas López Obrador se expresa, es ejemplo de lo primero; la forma en que minimiza la violencia y el sufrimiento de las víctimas es ejemplo de lo segundo.

Al igual que sus antecesores –Calderón y Peña Nieto–, a los que tanto desprecia, López Obrador utiliza la misma narrativa del poder para abdicar de su tarea como jefe de Estado y justificar el horror. A no ser por sus respectivos estilos, su narración es la misma. No hay diferencia de fondo entre el “se están matando entre ellos” de Calderón, el “ya supérenlo” de Peña Nieto y el “hay gobernabilidad, hay estabilidad, y al mismo tiempo hay un interés de nuestros adversarios los conservadores de magnificar las cosas, de hacer periodismo amarillista, sensacionalista”, que López Obrador escupió a la cara de la nación el pasado lunes 15 de agosto frente a la descomunal ola de violencia terrorista que el crimen organizado protagonizó en Jalisco, Guanajuato, Chihuahua y Baja California.

La impunidad

Ciudad de México (Proceso).– Pese a los niveles de violencia que la administración de la 4T ha acumulado en cuatro años, López Obrador se empeña en mantener su estrategia de seguridad de “abrazos y no balazos” y de atacar lo que supone es la causa de la violencia: la pobreza, aunque no tengamos 50 millones de asesinos y criminales.

La estupidez del razonamiento –si a eso puede llamarse razonar– es que tanto para Calderón y Peña Nieto en su momento, como para López Obrador hoy, la seguridad se reduce a un asunto de violencia: presencia o abstención. Al final, los extremos se tocan. Los tres han terminado por exacerbar el crimen (121 mil 633 asesinatos y 17 mil 210 desapariciones en el gobierno de Calderón; 156 mil 437 y 35 mil 305, respectivamente en el de Peña Nieto y 121 mil 655 y 21 mil 500 sólo en los cuatro años de gobierno de la 4T).

Lo injustificable

 

Ciudad de México (Proceso).–En 1951 la publicación de El hombre rebelde de Albert Camus llevó a su autor a una dura polémica con Jean-Paul Sartre en Les Temps Modernes, que entonces dirigía. El fondo de ella, iniciada por uno de sus colaboradores, Francis Jeanson, era la acusación de que con su crítica a la izquierda estalinista y su denuncia de los campos de concentración soviéticos, Camus traicionaba a la clase obrera de la que provenía y pasaba a formar parte de la derecha. Tanto para Sartre como para Jeanson, las promesas de justicia del marxismo justificaban el crimen por más indignante y espantoso que fuera. No eran, por lo tanto, de la misma especie que aquellos cometidos por el fascismo. Bajo ese criterio, uno y otro soslayaban tanto la base del pensamiento de Camus: la negativa a justificar el crimen aún en nombre de los más hermosos sueños, como la no menos dura crítica que el propio Camus hacía en el mismo libro al fascismo y a la derecha católica.

El desequilibrio

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).-  El equilibrio, dice la etimología, es la tensión entre fuerzas contrarias que se contrarrestan generando una estabilidad. Cuando el equilibrio se pierde surge el caos, el desorden, la caída.

Desde la Roma antigua, el orden político en Occidente radica en el equilibrio entre la auctiritas y la potestas, entre el poder espiritual y el poder político o, para hablar en términos modernos, entre la legitimidad (la capacidad moral y socialmente reconocida para emitir una opinión sobre una acción política) y la legalidad (el poder jurídico que se tiene para hacer cumplir una acción de esa naturaleza). Quien mejor ilustra ese equilibrio es el frontispicio que abre la primera edición del Leviatán de Hobbes: un soberano gigantesco, cuyo cuerpo, formado de miles de hombres, abraza al mundo con el báculo de la legitimidad y la espada de la legalidad. Ninguno de esos poderes que conforman al Estado es mejor que el otro. Son esferas separadas que, al mismo tiempo que son distintas, se complementan creando el equilibrio de un buen gobierno. Si una se sobrepone a la otra, el desorden se establece. La primacía de la legalidad sobre la legitimidad termina en El castillo de Kafka, donde los ciudadanos, sometidos a procedimientos legales absurdos, son excluidos de la justicia y doblegados por leyes impías. La primacía de la otra desemboca en el Tercer Reich de Hitler o en el Terror de Robespierre, donde en nombre de una moral sin contrapesos legales, los ciudadanos son igualmente excluidos de la justicia y sometidos a controles aberrantes. En ambos casos, el equilibrio de la vida política desaparece y lo que prevalece es una forma del caos, cuya metáfora más próxima es el infierno: un gobierno penitencial en el sentido primero de la palabra “penitencia”, dolor, disgusto, sufrimiento, pena.

Conservadores

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La palabra “conservar” es hermosa. Tiene que ver con el cuidado y la preservación. Quien cuida algo es un “conservador”, alguien con una fina conciencia de la responsabilidad. El término, sin embargo, se pervirtió a partir de la Ilustración, que comenzó a cargarlo de contenidos negativos. El primero en hacerlo fue René de Chateaubriand, que en 1819 lo usó para definir a quienes se oponían a las ideas ilustradas y a los cambios políticos traídos por la Revolución Francesa e introdujo el término “conservadurismo”. Desde entonces la palabra perdió sus contornos hasta convertirse en una forma de insulto.

El término, que para Chateaubriand explicaba algo concreto y en los ámbitos de la filosofía política posteriores, algo cada vez más difícil de enmarcar por la complejidad de las ideologías surgidas de esos cambios históricos, se volvió un calificativo impreciso en el lenguaje de la politiquería partidista. Ser “conservador” se volvió sinónimo de “retrógrado”, “reaccionario”, “explotador” o, en términos del español de México, “ojete”: “Persona cobarde y de malas intenciones, que actúa con mala fe y con el propósito de dañar a los demás aprovechándose de ellos”.

Sexta carta abierta a López Obrador

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Disculpa, Andrés, que ya no me dirija a ti como “querido”. A fuerza de ver cómo haz abdicado de la verdad, la justicia y la paz, te saliste hace tiempo del corazón. Disculpa que tampoco lo haga diciéndote “presidente”. Al abdicar de ello, tú mismo te has encargado de manchar lo que querías proteger, la “investidura”. Si algún sentimiento me queda hacia ti es lástima, esa sensación de tristeza y ternura por la manera en que, al exhibirte cada mañana como un viejito pendenciero en un reality show, degradas al hombre que quisiste ser. A veces, si no te habitara ni te rodeara la tragedia y tus acciones no tuvieran consecuencias graves, una sensación de divertimento: hay en ti un gran talento para la opereta.

Sé que al escribirte una carta más –es la sexta– peco no sólo de ingenuidad. Me arriesgo también a que, una vez más me suban al patíbulo de tus redes, me insulten, me llenen de escarnio y, si tengo la mala suerte de encajarte un berrinche (no hay peor cosa que caer en manos del dios vivo que “encarna a la nación, a la patria y al pueblo”, esa versión Morena y mexica de: “El partido es Hitler. Hitler es Alemania, Alemania es Hitler”), volverme un perseguido más. Son los gajes de habitar este infierno que administras con saña y desprecio. Pero quiero hablarte de lo que en estos tiempos miserables es lo único que debería importar y que, en medio de tanta vulgaridad, ha quedado reducido a meras notas rojas.