El presidente que amaba a los pobres

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Nadie como Andrés Manuel López Obrador conoce la pobreza del país. Nadie como él ha recorrido las rancherías y los pueblos y las zonas más marginadas. Nadie como él entiende y sufre la desesperanza que se respira ahí. El México de los de abajo, ignorado, despreciado, ocultado. El México habitado por una subclase permanente de 52 millones de personas, muchas de las cuales no tienen dinero suficiente al día para comer. Los sobrevivientes de un sistema económico y político que no ha funcionado para ellos, con avances y logros infinitesimales ante la inmensidad de los retos. Sexenio tras sexenio, gobierno tras gobierno, 30 años ostensiblemente combatiendo la pobreza que persiste, tercamente. No sorprende que haya ganado un político que prometió ponerlos primero. Sí sorprende que una vez en el poder, no se aboque a protegerlos.

Lo hace en el discurso, lo hace en la escenografía de las giras, lo hace en los videos que tuitea, lo hace en la narrativa antineoliberal que disemina desde la mañanera. Pero las políticas públicas instrumentadas durante la crisis del coronavirus contradicen su compromiso con los más necesitados. La cantidad paupérrima de recursos diseminados en medio de la pandemia contradicen la postura que pregona. En la era de programas ambiciosos de rescate a las pequeñas y medianas empresas, de transferencias multimillonarias a los desempleados, de apoyos estatales para proteger a los vulnerables a nivel global, AMLO destaca por su pichicatería. Por su resistencia a canalizar más recursos públicos a quienes menos tienen. Por su conservadurismo fiscal que sólo exacerba la debacle nacional. Y ese posicionamiento, merecedor de los aplausos de Margaret Thatcher, no demuestra humanismo o solidaridad; exhibe desconocimiento y crueldad.

Felipe Calderón: decisiones erróneas

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Confieso que la decisión más difícil que enfrenté ante el libro de Felipe Calderón, Decisiones difíciles, fue sentarme a leerlo. El protagonismo político, público, partidista y tuitero de Calderón me produce escozor. Soy de las que piensa que el papel de quienes ya dejaron la silla presidencial debe ser otro. Regresar a la academia y al análisis de los grandes temas globales al estilo de Ernesto Zedillo, o volver al activismo y a la tarea de empoderamiento cívico al estilo de Barack Obama.

Entender que ya tuvieron la oportunidad de ejercer el poder y después la incidencia debe ser de otra manera. Pero el texto de Calderón revela a un rottweiler político que se rehúsa a abandonar el ruedo. Es un animal político desacostumbrado a la desatención. La quiere, la necesita, la anhela. Por eso su promoción de la candidatura presidencial de Margarita Zavala. Por eso sus perennes pleitos tuiteros. Por eso la creación del partido México Libre. Y por eso la publicación de un libro cuyo objetivo central es argumentar que fue mejor presidente que Andrés Manuel López Obrador.

Matar al Estado

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Con la crisis del coronavirus habrá muchos decesos. Y uno de los más dolorosos será el provocado por el propio presidente. Decreto tras decreto y en nombre de la austeridad, Andrés Manuel López Obrador está matando al Estado mexicano, amputándole las piernas, cortándole las manos, extirpándole los órganos vitales. Margaret Thatcher y Ronald Reagan, los artífices del paradigma neoliberal, seguramente aplaudirían el asesinato que está fraguando en Palacio Nacional. Los conservadores querrán izarlo en hombros por llevar a cabo el austericidio con el cual siempre han soñando, desde tiempos de Carlos Salinas.

Habrá quienes justifiquen este asesinato, aludiendo a los privilegios que se perderán y a los “altos funcionarios” que se castigarán. Habrá quienes celebren los recortes salariales y la pérdida de derechos laborales, sin entender que un subdirector dentro de la administración pública federal –afectado por los recortes anunciados– sólo gana 20 mil pesos al mes. Habrá quienes subestimarán el valor del Estado y su centralidad para la vida democrática. Creerán que nos deshacemos de una fuerza perniciosa, heredada del “modelo neoliberal”, y celebrarán su defunción. Se sumarán jubilosos a la cruzada antiestatista del presidente, sin comprender que el Estado provee servicios que el sector privado no puede ni quiere cubrir. La salud, la educación, el transporte, la protección de derechos, los programas para las mujeres y tantos rubros más, ahora eliminados, ahora en riesgo. El Estado mexicano a diario enfrenta y lidia con una multiplicidad de temas administrativos que tienen poco que ver con la ideología política.

El (prematuro) ocaso de la 4T

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- La Cuarta Transformación, según el presidente López Obrador, es un nuevo régimen cuyas prioridades son el combate a la corrupción y a la desigualdad. Yo creo que no se trata en rigor de un cambio de régimen –no hay un arreglo constitucional para transitar del presidencialismo al parlamentarismo o, por ahora, del federalismo al centralismo– sino de un cambio en el estilo personal de gobernar. Voluntarista y autocrático, proclive a supeditar las políticas públicas a la resolución casuística de problemas, AMLO no alude en la vertiente ética de la 4T al Sistema Nacional Anticorrupción, al que ve como un elefante blanco, ni a su deber de llevar a la justicia a su predecesor por el saqueo a México, lo cual evade; sólo habla de su voluntad de no solapar corruptelas en su mandato. Y en la faceta igualadora incorpora una serie de programas sociales, esos sí consagrados ya en la Constitución.

En acciones de gobierno, la 4T es también su política energética y sus ambiciosos proyectos de obra pública. En el primer caso están los esfuerzos por capitalizar a Pemex, incrementar su capacidad de refinación y volverla a hacer palanca de desarrollo, así como el fortalecimiento de la CFE. El segundo incluye la refinería de Dos Bocas –parte de la agenda petrolera–, el tren maya, el aeropuerto de Santa Lucía y el corredor transístmico. Pues bien: a juicio mío, estamos ante el prematuro ocaso de la 4T. No me refiero a los subsidios para los pobres ni al combate a la corrupción –que no requiere más que el capital político de AMLO y que, al contrario, debería ampliarse para resarcir el daño hecho por corruptos de sexenios anteriores– sino a la centralidad de Pemex y a las obras de infraestructura, que serán incosteables dada la inminente recesión o depresión económica.

El derecho en la pandemia

Análisis / José Ramón Cossío Díaz

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Las normas jurídicas se establecen para ordenar la vida de las personas. Mediante ellas nos casamos, registramos a nuestros hijos, adquirimos bienes, fijamos condiciones laborales, abrimos un negocio, prestamos servicios y una infinidad de actos semejantes. La comprobación más simple de este acontecer puede darse al reflexionar en la multiplicidad de normas jurídicas que significan nuestras conductas diarias. También, en la multiplicidad de éstas que, a su vez y con base en otras normas, creamos cada día.

La desmesura y AMLO

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Los monstruos son anomalías, seres desproporcionados cuya presencia no augura cosas buenas. Son, en la literatura, metáforas del mal que, de alguna forma, simbolizan lo que los griegos llamaban hybris (una palabra casi intraducible que contiene el sentido de desmesura, soberbia, lo que sobrepasa una justa medida). Medén agan (“Nada con exceso), dice el oráculo de Delfos previniéndonos contra ella, cuya presencia, semejante a los monstruos, genera tragedias.
El Estado es un monstruo –“el más frío de los monstruos fríos”, dijo Nietzsche– cuya mentira, “que se desliza de su boca es: ‘Yo, el Estado, soy el pueblo’”. No en vano Hobbes, en alusión al inhumano monstruo marino descrito en el capítulo 41 del Libro de Job, lo llamó El Leviatán, cuya figura, imaginada por Abraham Bosse,­ aparece en el frontispicio de la primera edición: un gigantesco rey de rostro hierático, que emerge detrás de las colinas armado con un báculo y una espada –símbolos de la soberanía y del uso legítimos de la violencia–, cuyo cuerpo está hecho de miles de seres humanos que, sometidos a él, contemplan su rostro.

¿Por qué estamos polarizados?

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Ahí estoy en una fotografía, parada junto a Margarita Zavala. Ahí estoy en otra, sentada junto a Javier Corral. Esas y otras son usadas a diario para tildarme de panista o prianista o calderonista o conservadora o saboteadora o traidora. No importa que en las últimas tres elecciones presidenciales haya votado por Andrés Manuel López Obrador. No importa que la fotografía con Margarita haya sido tomada hace cuatro años, cuando fui condecorada por el gobierno de Francia con la Legión de Honor por mi trabajo a favor de las mujeres, y ella estaba entre los invitados a la ceremonia. No importa que Javier Corral –durante décadas– fuera considerado un aliado de la izquierda por su oposición al desafuero y su lucha contra el duopolio televisivo y su pelea con Peña Nieto por la corrupción de Duarte y el uso político del Ramo 33. No importa que yo haya sido crítica constante de los defectos del sistema político y económico, a lo largo de los últimos seis sexenios y eso esté constatado en libros, columnas, tuits, conferencias, programas de radio y televisión. No importa que lleve 30 años siendo feminista: marchando, escribiendo, participando y exigiendo derechos, incluyendo el derecho a decidir. Mi trayectoria ha sido borrada y distorsionada para crear una mujer de paja, que después la 4T procede a quemar.

Mi caso no es excepcional; es un fenómeno común que nace de la política polarizada que va asolando al país. El analista Ezra Klein lo describe a lo largo de su nuevo libro Why We’re Polarized. En México actualmente –al igual que en Estados Unidos– prevalece la lógica de la polarización, y todas las fuerzas políticas recurren a ella. Para apelar a una población a la que conviene confrontar, las instituciones y los actores políticos actúan de maneras cada vez más polarizadas. Un bando usa el epíteto “fifí”, mientras el otro acuña la descalificación “chairo”. Los lopezobradoristas tildan a sus críticos de “conservadores” y la oposición califica al presidente de “populista”. Y entonces el debate no se centra en las ideas; gira en torno a la identidad. No importa lo que argumentes sino quién se supone o se dice o se cree que eres.

Por una paz de género

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Un agitador que suele mentar madres por YouTube se disfraza tras un tono conciliador para entrevistar a una activista que justifica las pintas feministas sobre las puertas del Palacio Nacional.

–¿Por qué dañar algo que es de todos si hay otras maneras para reclamar? –interroga el varón con falsa voz aterciopelada.

Libertad para disentir

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Orwell lo escribió y resuena con fuerza en estos tiempos, en el país y en el mundo: “si la libertad significa algo, significa el derecho a decir lo que algunos no quieren escuchar”. Y Humberto Moreira no quiere escuchar lo que se dice, se publica, se repite y se comparte sobre él. Que endeudó y corrompió y mal gobernó a su estado. Que sobre él se ciernen las sospechas de colusión con el crimen organizado y cómo permitió su fortalecimiento en Coahuila.

Que fue arrestado en España y dejado en libertad en México. Cuidado, acompañando, protegido por una clase política unida en la omertá, el pacto del silencio, el pacto de la impunidad. Ese pacto perverso que Sergio Aguayo intentó romper escribiendo sobre Moreira y denunciándolo. Ese pacto perdurable con el cual un juez de la Ciudad de México condena al académico a pagar 10 millones de pesos por “daño moral”.